Aunque era casi una rutina, nunca se
aburría. Amarla y adorarla cada día más no podía cansarlo. Así era Hugo, un
hombre común, enamorado de una mujer especial. Ella era hermosa por donde fuese
que la miraran y ella también lo amaba
con locura. Se veían a diario, por lo menos 8 horas diarias tenían que estar
juntos. No podía ser menos, porque si no, Hugo no podía concentrarse en su
trabajo, se cansaba con más rapidez y su aspecto se veía más demacrado y
triste. Ella sin embargo, era una chica especial. Durante el día no siempre
podía verlo, a menos que él se tomara un descanso y decidiera dormir una siesta
con ella. Le encantaba viajar por el mundo, recorrer lugares, y si Hugo no la
acompañaba, tenía que ir sola. Pero sabía que a su regreso, él estaría listo
para escucharla contar sus aventuras y todas las cosas nuevas que había
conocido.
Solo se tenían el uno al otro, era
todo lo que podían desear. Ella era muy solitaria, y Hugo era la única persona
con la que podía hablar y por eso nunca se sentía sola. Él, en cambio, estaba
siempre rodeado de gente, de amigos, de conocidos, pero en el fondo siempre se
sentía solo, porque su alma, su corazón y sus pensamientos le pertenecían solo
a ella.
Ella a veces, podía ser un poco
cambiante. Cambiaba el color de su pelo cada vez que ella quería, se cambiaba
el bello color verde de sus ojos por unos celestes muy luminosos, o en
ocasiones, unos café oscuros y profundos, y a veces también cambiaba su nombre.
El nombre que más le gustaba a Hugo, era “Sara”, pero de la nada se convertía
en Emilia, o en Eugenia, y él se veía obligado en llamarla por su nuevo nombre.
A pesar de esto, su forma de ser siempre era la misma, dulce y comprensiva,
acogedora, cariñosa y amable. Hugo pensaba que cuando estaba con ella, era como
si adquirieran un brillo especial, el cual, se iba apagando a medida que el
tiempo separados aumentaba.
Ella cambiaba de nacionalidad
constantemente, había nacido en más de seis países distintos, vivió y creció en
diez lugares diferentes a lo largo del mundo y había trabajado en más de cien
empleos de todo tipo. No envejecía, era como si el pasar del tiempo no le
afectara, y por eso, cada día estaba igual de hermosa y alegre.
Se conocieron con Hugo por
casualidad, una hermosa noche estrellada, con la luna más brillante que nunca.
Al verse por primera vez, ambos supieron que era amor a primera vista. Hace
mucho que inconcientemente se buscaban, y por eso al verse, se eligieron sin
dudar. Ambos soñaban con casarse, con ser felices juntos, soñaban con la casa,
los hijos, el perrito, y llegar a viejitos juntos. Porque su amor era tan puro
y tan grande, que no había límites para imaginar un futuro así. Sin embargo,
esto no pasaría jamás. Ellos no podían casarse, y nunca iban a poder, nunca
iban a cumplir sus sueños. Por el hecho de que era una cosa que carecía de
realidad y de fundamento, y más que nada, era un proyecto, un deseo, una
esperanza sin probabilidad de realizarse. Por supuesto que esto desanimaba
muchísimo a Hugo, y en esos momentos de desaliento, ella siempre estaba ahí
para decirle “Todo estará bien, nunca dejes de soñar”. Él le sonreía, incapaz
de rebatir sus palabras, y se limitaba a besar sus labios con suavidad para
demostrarle que de verdad, todo iba a estar bien.
Nunca…nunca. Esa palabra pasaba por
la mente de Hugo. Nunca casarse, nunca tener hijos, nunca verlos crecer, nunca
ir a dejarlos al colegio, nunca verlos ir a la universidad, nunca tener la casa
soñada, nunca tener el perro gordo y juguetón como los que salen en las
películas. Nunca envejecer juntos y ser felices. Solo podían conformarse con el
presente que tenían, verse todos los días, enloquecer de amor hasta que los
interrumpiera el despertador. ¿De verdad serían felices así? Hugo se lo
preguntó un día, y ella respondió con naturalidad: “Eso espero, porque yo nunca
me iré”
Ya no sabía qué hacer, ella ocupaba
su mente casi todo el día, por un momento pensó que enloquecía, habló con un
psicólogo, y con la respuesta que él le dio, Hugo salió indignado de la
consulta pegando un portazo. “Fantasía.
Soñar no cuesta nada” ¿Cómo se atrevía a hablar de esa manera de lo que él más
amaba? Llegó rápidamente a casa, con cierto temor de que ella hubiera escuchado
la conversación y se hubiera marchado. Apagó las luces, se arropó con las
frazadas de su cama y cerró los ojos. Ella no tardó en llegar, le acarició la
cara y él abrió los ojos lentamente. Al verla sonrió. Le preguntó si había
escuchado, y ella dijo “Si” con un tono de voz apagado y temeroso. Hugo no
necesitó preguntar para saber cual era su temor, tomó aire para relajarse y
dijo: -No tienes nada por qué preocuparte, yo nunca dejaré de amarte, nunca
perderé la esperanza de casarnos y tener todo lo que siempre soñamos, eres lo
que más me importa, y por eso nunca dejaré de estar contigo, eres mi sueño
hecho realidad, y por eso, nunca dejaré de soñarte amor de mi vida.
Ella podía quedarse tranquila, si él
prometía algo lo cumplía. Pero el tiempo es relativo en los sueños, ¿como
sabría cuanto iba a durar el “nunca”?
Para una chica como ella, que solo
existía cuando su amado se desconectaba del mundo, no era sencillo sentirse
siempre segura. Ella no podía hacer nada si un día él se cansaba y decidía
dejar de soñar con ella, si eso ocurría ¿qué pasaría con ella? ¿Dejaría de
existir? ¿Sería como morir? No… morir no, porque un sueño no muere hasta que no
se hace realidad, pero ella era un sueño que nunca se haría realidad, ¿era
inmortal entonces? Hugo existía, ella no. ¿Cómo no sentir miedo sin cualquier
día podía aparecer una mujer de carne y hueso, enamorarlo, y robarle sus
sueños? Ella nunca estaría completamente segura. Él solo estaba con ella cuando
cerraba sus ojos por la noche y comenzaba a soñar, un promedio de ocho horas
diarias… el día tiene 24, al menos para él, entonces ¿qué pasaba con esas dieciséis
horas restantes? No se podía hacer nada.
Ella solo tenía que tener fe, confiar en Hugo, y en sus palabras… “Nunca,
dejare de soñarte amor de mi vida, nunca”.
-Daniela Medina
-Daniela Medina
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